Se conocen en un bar. Noches cálidas bajo los zaguanes de La Boca y los ruidos de los adoquines con charcos de agua. Primero ella. Ella, la que está sola y triste. Ella, asfixiada de trabajo, convive con un autoritarismo desmesurado por parte de su jefe, un tipo insoportable, dentro su casa, dentro de su vida, dentro de sus metas y aspiraciones, en unos 50 años latentes. Y no es que ella no pueda relacionarse con tipos grandes, siempre tuvo buena charla, predisposición y la postura física de quién tiene ganas de crecer. Le gusta posicionarse más allá, que entiendan el peso de sus manos pálidas y pequeñas.
Aquella noche bebe de más, como nunca antes. Ella, la siempre precavida, esperando la señal acusatoria de que ya estoy muy borracha. Pero no. Aquella noche no piensa. Imagen repetida, en muchos escenarios. Tampoco se percata de las miradas boquiabiertas que causa en cada hombre dentro de aquel bar oscuro. La gente baila relajadamente, un poco de tango nocturno, las bocas siempre abiertas, siempre predispuestas, esperando alimentarse del hambre ajeno. Ella bebe en la barra, un sector un poco más iluminado que la pista. Tamborilea en la mesada, ya un poco borracha, riéndo del absurdo de la feminidad, el sexo y el amor. Burbujea un espumante, seduciendo con la mirada ausente. Está sola, pero no busca nada. Él está del otro lado de la barra. Tampoco busca nada. Sobrevive desde el hartazgo, vive una noche pesada, extenuante, difícil de cargar en aquel cuerpo, de porte macizo, fuerte, en contradicción con lo espeso, lo negro, lo oscuro, pero a la vez dulce, de su carácter. La sinestesia de aquel dolor. Desde hace un tiempo aquellas noches se acumulan debajo de su puerta. Su vida personal, una fatalidad. Su ex mujer, la belleza exótica de su juventud, resulta opaca e intolerable. La dureza del amor marchita. Marchitándose también todo deseo carnal. Sus hijos, ya mayores, estudian y trabajan. Ausentes. Y una muy mala relación, consecuencia de la toma de partido por parte de cada uno para con la madre. En una buena época de su vida había sido un buen profesor, escritor y un lector ávido, pero por malas críticas y colegas plagiadores, terminó trabajando en una editorial de libros eróticos de bajo presupuesto. Por eso él bebe, cogñac fuerte, y aún más que aquella piba de unos 21 años tal vez, de boca pintada de un rojo casi calavérico, vestida de negro, que ríe cual misántropa, de cada uno de los intentos de levante recibidos. Y también, por esta y por otras razones que no vienen al caso, sumadas a un no sé qué transpirado por aquellos poros femeninos, él se acerca a ella, sin pretenciones, sin búsqueda de satisfacción, sin intentos de seducción, porque la piba era chica, y ya está grande para estas cosas. Ella se mantiene recelosa: primero, ante su mirada; segundo, ante su despreocupada intención, se da cuenta de que él no está interesado. Empieza la insinuación candente de sus piernas, aquella indiferencia basta para intrigarla. Lo mira bien, dudando... A veces el delirio del licor dulce confunde a las mentes más sagáces. Grandes expectativas, igual que él... Suficientemente mayor para ella. Una prematura del relato, que desea mostrar más de lo que tiene, consecuencia de una familia irresponsable y una madre demasiado infantil para ocuparse de las necesidades básicas de sus hijos, ella se había encargado de todo. Por esta razón es consciente de la imagen, de la imagen de lo aparente, de la edad y de su cuerpo, de la angustiante soledad de su sexo. Tarda 5 segundos en identificarlo cómo aquel modelo de hombre que creyó no sentir dentro. Casi como imagen cinematográfica, se repite, una y otra vez, dentro de su mente, la imagen cuerpo, rígidez, espasmo. El hombre que la modela y configura. La arma a su antojo. Elige quedarse. Él solamente le paga un trago. Ella no hace nada, pero vuelve a descruzar sus piernas. Buena señal. Le gusta. El ambiente es oscuro, como si sus intenciones hubiesen enturbiado el panorama y la mesada del local. Hay un humo denso en el aire, provocado por dos hombres, que fuman unos puros a dos sillas de ellos. Él la mira intrigado por la velocidad de su entendimiento.
Mirá que puedo gritar, le dice ella, entre risas. A veces no se necesitan muchas palabras para comprender y provocar el deseo. Está ahí, ya latente, bajo las copas húmedas y el mantel, respirando y soplando, humedeciendo los labios, sacudiendo levemente las corbatas, colmando la inspiración de un tango.
Aquella noche bebe de más, como nunca antes. Ella, la siempre precavida, esperando la señal acusatoria de que ya estoy muy borracha. Pero no. Aquella noche no piensa. Imagen repetida, en muchos escenarios. Tampoco se percata de las miradas boquiabiertas que causa en cada hombre dentro de aquel bar oscuro. La gente baila relajadamente, un poco de tango nocturno, las bocas siempre abiertas, siempre predispuestas, esperando alimentarse del hambre ajeno. Ella bebe en la barra, un sector un poco más iluminado que la pista. Tamborilea en la mesada, ya un poco borracha, riéndo del absurdo de la feminidad, el sexo y el amor. Burbujea un espumante, seduciendo con la mirada ausente. Está sola, pero no busca nada. Él está del otro lado de la barra. Tampoco busca nada. Sobrevive desde el hartazgo, vive una noche pesada, extenuante, difícil de cargar en aquel cuerpo, de porte macizo, fuerte, en contradicción con lo espeso, lo negro, lo oscuro, pero a la vez dulce, de su carácter. La sinestesia de aquel dolor. Desde hace un tiempo aquellas noches se acumulan debajo de su puerta. Su vida personal, una fatalidad. Su ex mujer, la belleza exótica de su juventud, resulta opaca e intolerable. La dureza del amor marchita. Marchitándose también todo deseo carnal. Sus hijos, ya mayores, estudian y trabajan. Ausentes. Y una muy mala relación, consecuencia de la toma de partido por parte de cada uno para con la madre. En una buena época de su vida había sido un buen profesor, escritor y un lector ávido, pero por malas críticas y colegas plagiadores, terminó trabajando en una editorial de libros eróticos de bajo presupuesto. Por eso él bebe, cogñac fuerte, y aún más que aquella piba de unos 21 años tal vez, de boca pintada de un rojo casi calavérico, vestida de negro, que ríe cual misántropa, de cada uno de los intentos de levante recibidos. Y también, por esta y por otras razones que no vienen al caso, sumadas a un no sé qué transpirado por aquellos poros femeninos, él se acerca a ella, sin pretenciones, sin búsqueda de satisfacción, sin intentos de seducción, porque la piba era chica, y ya está grande para estas cosas. Ella se mantiene recelosa: primero, ante su mirada; segundo, ante su despreocupada intención, se da cuenta de que él no está interesado. Empieza la insinuación candente de sus piernas, aquella indiferencia basta para intrigarla. Lo mira bien, dudando... A veces el delirio del licor dulce confunde a las mentes más sagáces. Grandes expectativas, igual que él... Suficientemente mayor para ella. Una prematura del relato, que desea mostrar más de lo que tiene, consecuencia de una familia irresponsable y una madre demasiado infantil para ocuparse de las necesidades básicas de sus hijos, ella se había encargado de todo. Por esta razón es consciente de la imagen, de la imagen de lo aparente, de la edad y de su cuerpo, de la angustiante soledad de su sexo. Tarda 5 segundos en identificarlo cómo aquel modelo de hombre que creyó no sentir dentro. Casi como imagen cinematográfica, se repite, una y otra vez, dentro de su mente, la imagen cuerpo, rígidez, espasmo. El hombre que la modela y configura. La arma a su antojo. Elige quedarse. Él solamente le paga un trago. Ella no hace nada, pero vuelve a descruzar sus piernas. Buena señal. Le gusta. El ambiente es oscuro, como si sus intenciones hubiesen enturbiado el panorama y la mesada del local. Hay un humo denso en el aire, provocado por dos hombres, que fuman unos puros a dos sillas de ellos. Él la mira intrigado por la velocidad de su entendimiento.
Mirá que puedo gritar, le dice ella, entre risas. A veces no se necesitan muchas palabras para comprender y provocar el deseo. Está ahí, ya latente, bajo las copas húmedas y el mantel, respirando y soplando, humedeciendo los labios, sacudiendo levemente las corbatas, colmando la inspiración de un tango.
Cuando él la vuelve a mirar, ella ya está allí. Se miran, fuerte, hasta agitar. Caminan hacia la puerta bajo el vaivén del bandoneón. No vuelven a mirarse. Ella se contornea, mientras él la observa y piensa en la inigualable soltura de su ansia y en el punzante clamor de su entrepierna.
Se recuestan en la penumbra de una cama deshecha.
Se paran en el umbral del deseo y lo vulgar.
Se inspeccionan.
Se rechazan.
Se temen.
Se agotan.
Se matan.
Se agotan.
Se matan.
Después los restos, un grito, el final derrapando, cae una gota. Finalmente, la lluvia.
Se bañan, se besan, se miran, se tocan, se angustian, se limpian, se miran, se miran mucho.
Cuando salen a la calle ya no son los mismos.
No se miran más.
Cuando ella pasa por el bar de la esquina de su casa están tocando un tango.
Y ve la puerta.
Y ve un cartel.
Un cartel, que muestra que él toca esa noche allí, una recopilación de Goyeneche.
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