Nan Goldin
Y vos qué pensás de mí, me preguntaste, y yo no entiendo por qué te obsesiona tanto lo que puedo llegar a pensar de vos. No te alcanza que te repita incansablemente que estoy suscripto a tus más puras carcajadas, tus insinuaciones deliciosas, la forma de tu caminar como de gacela acorralada, la ingenuidad de tu carácter que te vuelve perversa, tus manos indecentes bajo mi ropa.
Una madrugada recorriste mi casa como si fuese tuya, oliste mis perfumes, te ahorcaste con mis corbatas mientras te acostabas insomne sobre el sillón de cuero.
Yo tampoco entiendo como puedo vivir bajo la sombra de este encuentro, que no será, por mucho tiempo, más que una sola y desenvuelta máscara bajo mis sábanas.
Bajo mis pies siento la diferencia hetárea. No puedo estar con vos, diferente y ensimismada, de tu vida y de tu cuerpo, mientras que yo, sólo un fantasma ausente, no penetro ni consumo ningún pacto virginal con ningún santo.
Son las tres de la mañana y te estás bañando frente a mí, rodeada de luna y me preguntas sobre la melancolía y sobre por qué me asusto cuando despierto, y ahí sólo puedo cerrar los ojos e ignorar que jamás lo vas a entender. Me agarras la mano y me arrastras, desvergonzadamente, hacia el mismo centro de tu cuerpo desnudo y mientras te tomo en mis brazos veo tus ojos lagrimeantes y sé que nunca más te voy a olvidar.
La sombra del árbol que descansa en mi balcón, te provoca cosquillas visuales, te reís y buscas formas bajo mis dedos, desarmas y volves a armar la cama, te recostas y me narras un cuento para chicos.
Cuando vuelvo a casa y te encuentro en esa zona oscura, en la espesura de tu carácter, donde estás cómoda, y desde donde es muy difícil traerte, me acerco vacilante, hurgando dentro de tu mirada, la marca de aquella dualidad, aquel peso contrapeso de tu soledad.
Una vez salimos de noche juntos a tomar un café por Barracas, a un lugar cerrado e insomne, con gente buscando otra gente, desesperados... Esa noche reímos de tu elegancia y de tu impaciencia, de tus ganas de coger, de las medias rotas y los envases de cerveza en la esquina de tu casa. Nos besamos en el pasillo del edificio y la vieja del 5to nos miró mal porque se dio cuenta de que estabas descalza. En el ascensor nos tocamos hasta el hartazgo. Me bajaste los pantalones, mientras apretabas el botón de stop, algo que yo no pude hacer con vos.
Cada día era volver a comenzar y no veía la hora de que terminases conmigo para no sentirme tan mal, no espero nada de esta vida, sólo escribir y eso es algo que llega o no.
Mi mal humor incrementaba y no era tu culpa, no podía soportar no poder moldear tu historia, o al contrario, moldearla tanto hasta deformarla y dejarte hecha una figura mal puesta.
Por eso una noche te dejé mientras mirábamos una mala obra de teatro. Me miraste incrédula, no podías creerlo, estabas enojada y decepcionada. Primero me puteaste. Me recriminaste los besos y el tiempo perdido. Me recriminaste mi edad y tu pérdida, me recriminaste las lecturas, la soledad, el peso de tu vida, tu poca confianza y que nadie nunca jamás, te dije hijo de puta, nunca jamás, gritaste, te usaría, doblaría, deformaría, besaría, apretaría y te haría el amor, como yo.
Te miré sin ganas, sabiendo que no me creías. Me fui despacio, mordiéndome los labios, mientras te escuchaba sorber los mocos, sentada en el zaguán de av Santa fé y no miré más.
Un año después te encontré de casualidad en un viaje en tren, viajábamos a algún pueblito perdido de esos que vos y yo conocíamos. Cuando te miré la imagen se superpuso y entendí que entre vos y yo pasaba algo.
Estabas sola, no viajabas con nadie. Al principio me miraste enojada, no esperabas encontrarme ahí. Yo tampoco.
Pasaron dos horas hasta que descubrimos el destino fatal de la casualidad y ya no pude rechazar más el pronóstico de este encuentro. Mientras tomábamos un café me tomaste la mano y la pusiste entre tus piernas.
Al bajar del tren, tomé tu valija y caminamos juntos hasta el hotel más cercano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario