Atravesando distintas puertas escribo la única sentencia eficaz que pude haber abrazado
en este remolino de mitos y supersticiones:
La más sincera muestra de amor nace del propio autoconvencimiento: soy yo la que mira y observa. Decido engañarme: te, quiero.
El poeta desquiciado es atravesado por la daga del ocaso. Ha roto el paradigma:
La palabra revestida en dos: dos manos, dos ojos, dos bocas. Sin el uno no existe el otro.
La permanencia en este juicio tribal sólo es posible mediante dos formas de engaño: la palabra y la imperceptible distancia entre mi mano y la pluma: ¿En dónde comienzo y en qué termina el discurso?
Joven, poco firme y llena de "palabras". ¿Hasta dónde me lleva esta vulgar mentira?
Endulcé lo que siento, deforme hasta tornarse adusto.
Me volví dura y pertinente, tres capas más de piel.
En un pestañeo: ha sido frágil y espontánea mi forma de amar, manso mi abrazo, inocente mi tacto.
Me vestí con mis mejores prendas: juicio ajeno.
Ya no recuerdo lo que es desear sin principios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario