viernes

1969

He de narrar lo más real que he vivido.
Sin entender qué sería exactamente el término de lo real. Es un poco contradictorio, logró traducirseme en la piel, como una especie de tatuaje eterno, o un cambio radical en mi carácter, transformándome en algo que creí nunca ser. Fue casi como un golpazo, un maremoto, un tsunami, una avalancha radical, fría y caliente, que quema y deja azulada la piel. Por lo tanto es.

Estaba de paso por aquella ciudad pequeña y antigua, de faros amarillentos y viejos sentados en la vereda. Iba camino a un internado. Una recluta, presa de la costumbre burguesa heredada de mis padres. Llevaba una valija con poca ropa, con algunos libros religiosos y algunas ediciones baratas de literatura erótica  encanutados en el compartimento secreto de aquella valija usada.
Me subí al tren después de besar a mis padres. Iba a extrañar aquella somnolencia, aquel deseo de vivir casi a dos pasos de la tumba, con esa poca motivación por conocer, por desligarse del ámbito de lo conocido. Iba a extrañar ese contraste que me hacía sentir diferente.

El tren estaba vacío.
Dos señoras conversaban a viva voz. Me cambié de vagón sin importar realmente si le estaba quitando el asiento a alguien. Me dormí alrededor de unas tres horas. Cuando desperté era el atardecer.

Remoloneé un rato entre las sábanas.
Me levanté con hambre. Un terrible hambre de huevos, queso y café con leche. Me dispuse a ir hacia el comedor.

Allí el ambiente era distinto. Unas 5 familias con sus niños comían desaforadamente, entre gritos y sorbos de vino tinto.
Me sentí alejada de aquellos murmullos. Era yo con mi soledad y el ruido adormecedor de mis meditaciones.

Comí lo que me ofrecieron.
Volví a la recámara.

Me desnudé y me acosté a dormir.
Soñé con ojos negros y bocas rojas. También con manos y cuerpos sudando jarabe de melón dulce. Me soñé entre aquellos cuerpos, entre aquellos sudores, pudorosa, casi recelosa ante el contacto.
Me desperté agitada.

No pude volver a dormir. Mpe acerqué a la ventana y observé el dolor apaciguado de la luna en el paisaje. Una leve bruma empañaba los vidrios.
Saqué de mi compartimento secreto un paquete de cigarrillos. Se los había sacado a mi padre, quien también tenía su lugar secreto.

Escuché murmullos. No como los de mi cabeza,  demoledores de ideas. No como los del comedor, demasiado ensordecedores.

Apagué el cigarrillo y en puntas de pie me acerqué con lentitud hacia la puerta. Venían de la recámara siguiente a la mía.
Era una pareja. Una mujer y un hombre, Conversaban. Nada extraño. Tal vez la hora. 3 de la mañana.  Ella tenía una voz intensa, vibrante, de mujer adulta.

Él tenía una voz un poco más clara que ella, pero grave y profunda. Una espiral penetrante de voces ajenas. Imaginé sus rostros, el cabello de ella, las manos de él, como debían estar acercándose confidentes a aquella melancolía lunar, a las confidencias nocturnas, al whisky añejo del comedor, a los besos callados...

Me sentí celosa. Celosa de la cercanía palpante. De la tensión, del arrullo inquieto de aquellas fuertes manos sobre esos muslos delicados. Aquellos silencios inocentes escondiendo algo más allá de mi conocimiento.

Y sentí ansiedad. Tenía que estar dentro de aquel mismo espacio, de alguna forma, ser parte, ser jabón de tocador o el pliegue de sus sábanas.

Ser. Parte. De. Algo. Que. No. Sea. Mío.

Una intrusa del deseo, una intrusa nocturna.

Me puse perfume y salí  descalza al pasillo vestida con mi camisón pálido.

Caminé como sonámbula hasta el borde del vagón, donde se podía ver el final del tren. Pude ver un balcón dejando atrás la ruta.
Me acerqué y abrí la puerta. Respiré el aire frío de la noche, intentando apegarme a aquella sensación de malestar. Imaginé como cada uno de mis poros se abría, dejándose penetrar lentamente por el aire gélido de la noche.
Me abracé para conservar aquel calor. Luego, el reflejo de una figura en la ventana.

Me di vuelta, sólo la mitad del rostro. Era aquel hombre. Y no me sorprendí.

Era Leonardo, sí. Leonardo, el mejor amigo de mi padre. Y ella, ella debía ser una extraña. Leonardo estaba casado con Laura, una mujer de voz de gorrión, de ínsipidas insinuaciones, de pobres expectativas para la vida... Una mera extensión de mis progenitores.
Por lo tanto eran él y la otra.

Inmediatamente recordé, a la fuerza, las memorias de Leonardo en mi infancia. Como solía jugar con mi cabello y sonreírme desde el banco de la plaza. Los helados de frambuesa en las reuniones familiares que solía traer especialmente para mí. Los chistes y los cuentos, los partidos de golf  y la risa de mi padre por cada conquista obtenida. Como ya, en la adolescencia, solía inquietarme su aparente juventud, su vitalidad, tan diferente a la de mis padres. Ese contraste que me identificaba, al principio, y que luego comenzó a turbarme. Y luego su porte, su aspecto y su charla. Sus ojos y su boca, su virilidad incipiente, su pasión por los libros, su permanente presencia, mis preguntas y sus respuestas, siempre justas. Su modo de mirar... Y traspasarme. Sus ocurrencias, sus risas ante mis inquietudes y exageraciones propias de la edad. Y con el paso del tiempo, aquella mirada que identifica lo infantil se aleja, para abrir paso a la feminidad absoluta, al recorrido de mi cuerpo y sus ojos. A su disimulo y mi escape. Al reconocimiento del cuerpo ajeno y lo masculino.

Y luego la ensoñación y la fantasía como una nebulosa tóxica, inundándome plácidamente, atrapándome y dándome paso al escape. Finalmente el último encuentro y su mano rozando mi piel,   casi como un fantasma, mi tobillo izquierdo, sobándome aquel tobillo lastimado por un golpe, para luego ir subiendo de a pausas por mi pantorrilla y el choque de miradas. La piel requiriendo aire y un sudor bajo mi espalda.
La separación.

Estábamos frente a frente. Otra vez con las memorias. Y sus ojos. Y mi camisón. Y el frío de la noche. Y las voces en la recámara. Y el frío punzante en mis poros. Y la pregunta tácita de su mirada. Y mis manos dejándose acariciar por sus pulgares. Luego la recámara 230, pegada a la mía.
Y aquella mujer.

He analizado cada discurso dicho y oído. Porque es mi propósito. El análisis de las intenciones. Qué gesto deriva en una mirada, o qué mirada está explícita en cada palabra. Veo la relación tajante entre la palabra y la verdadera intención. La puedo saborear con mi lengua. La puedo escupir y borronear en el suelo con la punta de mis dedos.
Hasta ahora.

Mi capacidad de análisis está enceguecida. Mi represión y mi reserva, tirada a un costado, junto a mi camisón nocturno.

La otra mujer representa mi extensión. Pero no participa, en lo absoluto. No habita. O tal vez habita en mí. No es la de la voz de gorrión.
Es la mujer oscura, la mujer adulta.

Observa. 

Era empezar todo otra vez, desde la niñez hasta la adultez. Un regreso constante. Cada hombre de mi vida en Leonardo. Cada gesto comprendido, arrebatado y tomado por él, para traducirmelo mediante caricias.
Cada petición satisfecha, aquellos nudos... Y el hambre.

Usada y ultrajada. A pedido mío. Deseada. Reconocida en cada hombre. Todos los hombres.
Todos en él.
Me siento habitada por algo más grande que yo, más grande que aquella mujer, más grande que Leonardo y mis padres. 
Soy el deseo de todos los hombres y todas las mujeres. Soy absoluta, toda sensación. Soy el placer.  Cada prisma del triángulo, cada borde, cada superficie, cada retazo, cada silencio, cada palabra, letra y proposición.
Represento lo abstracto y eso me da sentido. Me llena de una carga incipiente. Me da pavor y me excita a la vez, ser el objeto mismo del deseo del otro. Y manejar.
Pero de un momento a otro comprendo: Lo más caótico es la mirada de ella sobre mí. Inquisidora, expectante. Aguardando, ¿la intromisión?

No podría saberlo, me siento parte de ella. Su mirada eterna. Mis ojos. Una mentora de lo voraz.

Comprender.
La mujer como mi extensión. La mujer tomando, indirecta, mi lugar.

Su mirada es la que ordena la escena.

Ella da el pie. Incentiva generando contradicción. ¿Quién ocupa el espacio? ¿Ella o yo?
Efectivamente es ella la que coordina la boca de Leonardo sobre mi cuerpo. 
Es ella la que toma mis manos y las sacude livianamente al aire, riéndose, macabra, titiritera del espacio.

- Detente - Digo, entre los labios de Leonardo.
Él me observa y pregunta qué sucede.
Cierro los ojos. Me involucro en la escena nuevamente, pero siento un fuego acusador, un mantra indivisible dentro de mi lengua, no puedo actuar. No controlo, no manejo.

Como una punzada, siento el deseo. Tan difícilmente buscado. Leonardo invadiendo cada uno de mis centros de placer.

Pero ella, ay ella, la perversa, generando contradicción. Casi como un chiste ingresando por primera vez al cerebro.

- No la soporto. ¿Quién es ella? - Y Leonardo ignorando su presencia, sin tocarla, sin penetrarla, sin siquiera observarla.
Leonardo tan cerca del clímax que asusta. Corrompido por su deseo, casi animal, irreconocible, ningún rastro. Enfiebrado.
Lo rodeo con mis piernas para volver a sentir mientras me muevo, enloquecida.

Comienza a nublarse mi vista. No logro comprender cómo no la ve, cómo no la percibe, cómo no la desea  de una forma insoportable.

Tan cerca.

Veo sobre la mesita de luz un neceser.
Manoteo dentro de él.
Y tomo la navaja. Punzante, helada. 

Ella abre sorprendida los ojos. Se acerca.

Sumida en el placer, empujo aquella arma a través de la carne, cortando, despedazando, mientras siento el tibio calor de la sangre entre mis dedos.

Leonardo cae desplomado a mi lado, sumido en un éxtasis enloquecedor.
Abro los ojos, impactada.
Mis manos, rojas, brillantes.

Ella desaparece.

No está más.
Enloquezco.

Y luego siento el vibrante dolor, la punzada, en mi cuerpo. Ya no es ajeno. Es mío, el dolor, el placer, la sangre, no de ella, mío, absolutamente mío.
Y las sábanas tiñiéndose de rojo. Y el gesto impactado de Leonardo, todavía sumido en el placer, un placer provocado por mí, no por ella. mirando azorado la escena. Incomprendido.
Tomando mi rostro y llorando.


Todavía no sé...

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