viernes

Crónica II

Primero el trueno, después un calambre de esos que te anudan el alma. Me despierto en la penumbra de la noche, todavía con un pie en la inconsciencia y a pequeños pasos me acerco hasta su habitación bañada en luz perlada, de una luna sobrecogedora. Observo a mi alrededor, los muebles parecen no hablar esta noche, perdidos en sus propias cavilaciones, al igual que yo. Entreabro temerosa la puerta esperando verlo acostado, meditando, masticando en su mente alguna inquietud de esas que suelen paralizarlo y despertarlo a mitad de un sueño inusual. Luego fuma un cigarrillo en la ventana, escuchando unos tangos austeros, secos, como penas de amores. Y, efectivamente, está bordeando la baranda del balcón, ajeno a todos, con un tanguito de fondo, pensando, siempre pensando. Me quedo en la puerta, cohibida... No quiero, realmente, ser inoportuna, pero la imagen de su porte me empuja a acercármele cada vez más, como un imán. Y me trae a la memoria el recuerdo de las mañanas en las que me paseo desnuda, sabiendo que no se despertará, pero jugando con el peligro, con la incitación, para luego espiarlo en su cuarto de persianas bajas, durmiendo hasta tarde, plácido, como un ente aparte, ensimismado, en ese ambiente que huele a palo santo y coñac. Y cuando vuelvo al anochecer, después de cenar, mientras ojeo mis apuntes, lo veo entrar agotado pero con una mirada profunda y orgullosa, producto del entusiasmo que le causa impartir clases hasta esa hora a jóvenes hambrientos de lectura que disfrutan tanto del estudio como él. Y me conmueve, ciertamente, me conmueve ver sus expresiones, o escucharlo hablando del género epistolar y sus conferencias, o los tangos que canta cuando piensa que no lo escucho, o verlo ordenar cada fin de semana sus nuevos escritos y releer, cómicamente, las críticas literarias del diario de los domingos. Es eso, sumado cada día un poco más a esa admiración, a esa conmoción, a esa estima que intento disimular mediante evasiones, pero que se me escapa delicadamente en cada mirada de agradecimiento, en cada gesto y en como no advierto que siempre estoy buscando su contacto, apenas un pequeño roce, una caricia ínfima, entre sus dedos y los míos al abrir la puerta. Me conmueve casi tanto como desde aquella madrugada en la que aterrorizada por la llamada de un extraño, me contempló dormitar sobre su pecho, resguardándome de esa vigilia inquieta que te hace tirar patadas al aire, casi en defensa a su contacto, a esa calidez humana, a ese pecho fuerte, vigoroso, masculino, que me incita a las más curiosas ensoñaciones. Por eso ahora inmóvil frente a esta puerta, me toma trabajo no arrojármele a sus brazos. Y me acerco lúcida hacia él y lo rozo suavemente, como un saludo, o una confidencia, como un código privado de su cuerpo y el mío, ya ni siquiera de nuestras mentes, sino de lo más básico, lo más instintivo. Y reacciona, como imaginé que reaccionaría ante mí, porque sé que detrás de esa barrera, esa frontera, él esperaba cauteloso mi accionar. Por eso ahora respiro eternamente azulada e impune debajo, muy debajo, repasando mi lectura favorita.

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